FALSA CASA-MUSEO DE MURILLO
Las fechas conmemorativas son muy
oportunas para difundir nuestra historia, pero no deben emplearse para
contaminar el pasado de confusiones ni leyendas dañinas. Y lo decimos, porque
no es cierto que el pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo viviese los
últimos años de su vida, donde
el Instituto Andaluz del Flamenco ha establecido
su sede. Así reza una placa de acero inoxidable
fijada a la pared del zaguán de la casona de color almagra claro, que se halla
ubicada en el barrio de Santa Cruz, frente al convento de las Teresas, en cuya
fachada predica un óvalo metálico que es la Casa Museo de Murillo. En caso de
que lo hubiese sido, que no lo fue, debió serlo un único año. No todos los
últimos de su vida.
En el Padrón de las personas que han de cumplir con el precepto de la
confesión y comunión en esta Parroquia de Santa Cruz del año 1682, figura
afincado en la casa número 3 de la calle entonces denominada de la Puerta
pequeña. Junto a él se encontraban avecindados, su hijo Gaspar, en aquel
momento clérigo menor aunque luego llegó a ser canónigo, una tal Ana María y un
tal José Cano, probablemente personal del propio servicio doméstico. De los
cinco hijos y cuatro hijas que había tenido, sobrevivieron pocos.
Con él, nada
más, se encontraba don Gaspar, pues una de sus hijas había ingresado como monja
en el convento sevillano de Madre de Dios. Murillo tenía 65 años y era viudo
desde hacía más de veinte. Y aunque se desconoce la causa por la que alcanzó el
privilegio de alojarse en esta morada, adyacente a la iglesia filial de la
catedral, demolida y trasladada a la calle Mateos Gago en el transcurso del
siglo XIX, es muy posible que este paradero reuniera las mejores condiciones
para su retiro, después de la gran caída que sufrió pintando un lienzo para la
iglesia de los Capuchinos de Cádiz, un año antes, en 1681. No se sabe si el accidente se perpetró aquí
en su estudio, o allí en la bahía. Lo cierto es que, tras el golpe, optó por
regresar a la collación de uno de los principales centros de su vida mística y
espiritual.
La relación estrecha del clan familiar
de los Murillos con la institución eclesiástica –pues su primo hermano
Bartolomé Pérez Ortiz llegó a ser canónigo y algunos otros tíos suyos fueron
frailes dominicos, como fray Bartolomé Murillo–, y los notabilísimos trabajos
que el maestro realizó para la catedral, pudieron haber influenciado en las
facilidades que los dirigentes clericales le brindaron para instalarse en el
barrio preferido para residir por los curas y prebendados de la catedral.
Sus
calles estrechas, abrigadas por la muralla que va hacia el Alcázar, deparaban
un recogimiento mucho más propicio que el inquietante bullicio de otros lugares
transitados de aquella populosa Sevilla. Así lo demuestra el hecho de que, en
el entorno de sus callejas, se instalase el hospital destinado a acoger a los
sacerdotes ya ancianos y venerables. No perdamos de vista que el máximo
responsable del cuidado y mantenimiento de los cuatro templos que auxiliaban a
la catedral (San Roque, San Bartolomé, Santa María la Blanca y Santa Cruz) fue,
entre 1655 y 1682, el canónigo Justino de Neve, amigo personal suyo y promotor
de importantes proyectos artísticos.
Murillo y su familia, que habían
mantenido una gran relación con Santa Cruz, como feligreses entre 1659 y 1662,
vivieron luego casi dos décadas en la calle San Jerónimo, de la parroquia de
San Bartolomé. Estando empadronado allí, pintó los cuatro lienzos del hospicio
de los Venerables en 1678.
Su funeral se ofició, el 4 de abril de
1682, en la iglesia de Santa Cruz. Según la anotación de su partida de
defunción, se enterró en uno de los cañones de bóveda propios de la fábrica,
sin más ostentación. Cuentan las crónicas que el sepelio constituyó todo un
acontecimiento popular y que portaron su féretro dos marqueses y cuatro
caballeros de órdenes militares.
Partida de defunción de Bartolomé Esteban Murillo.
Libro de defunción núm. 2 (1679-1750) del archivo parroquial de Santa Cruz de Sevilla
Confusiones sobre el domicilio
Fue
el cronista sevillano Félix González de León quien engendró el equívoco, en
1839, al publicar que Murillo vivió los últimos años de su vida y murió en una
casa de la calle Santa Teresa, que se encontraba justamente enfrente del
convento de las monjas carmelitas, en el libro Noticia del origen de los nombres de las calles de Sevilla. Apoya
su tesis en unos apuntes de su propio abuelo, que decían así: «El día 3 de abril de 1682 murió en la casa
que está enfrente de las monjas Teresas el famoso pintor don Bartolomé Esteban
Murillo.
Este pintor fue íntimo amigo de mi abuelo –tatarabuelo del
historiador–, por lo que le pintó y
regaló el retrato de mi abuela que está en el comedor». De este modo,
González de León, rebatió la propuesta planteada por el viajero romántico
Richard Ford unos años antes, en 1831. Este escritor inglés, señalaba como
vivienda una de la casa de los Alfaros, en la plaza del mismo nombre, que hacía
esquina con la actual del Agua. Difundió hasta un dibujo de ella.
A partir de
entonces, el deán López Cepero, Amador de los Ríos y Gómez Aceves, insistieron
en catalogar el palacete de los Alfaro como el lugar donde había fallecido Murillo.
Sin embargo, a mediados del siglo XIX, los académicos de Bellas Artes y otros
intelectuales románticos, como Tubino y Reinoso, concluyen que la casa está en
la plaza de Alfaro, pero en la acera que colinda con la plaza de Santa Cruz. Esta
propuesta la difundió también el pintor argentino José Miguel Torre Revello,
quien copió el texto de una lápida de mármol que se instaló en el número dos de
la plaza de Alfaro. Aunque parecía un hogar demasiado humilde y algo reducido,
Santiago Montoto consideró, ya en el siglo XX, como buena la nueva designación
del espacio en el que pudiera haberle llegado el óbito.
Pero hace escasas décadas, el
profesor Diego Angulo Íñiguez recobró aquella sugerencia iniciática de González
de León, que señalaba la casa frontera al convento de las Teresas como
emplazamiento de su expiración. El eminente historiador del arte, expresa, en
el primer tomo de su estudio sobre Murillo, que ambas teorías son conciliables
porque pudo haber fallecido en esta casa aunque no hubiese vivido en ella. La
publicación de este voluminoso trabajo, en 1981, a solo un año de la celebración
del III Centenario de la defunción de Murillo (1682-1982), colmó de argumentos
a la Junta de Andalucía para centralizar en este inmueble, de la calle Santa
Teresa, buena parte de las actividades de la efeméride, después de haberlo
adquirido en
1972.
Nuevas revelaciones documentales
Antes de que la iglesia de Santa Cruz fuese derribada en
las primeras décadas del siglo XIX, su puerta principal se abría hacia la calle
Santa Teresa. A partir de ella se articulaba un cuerpo de naves, extendido
desde el acerado del consulado de Francia hasta el de las murallas que buscan
el Alcázar, aunque sin llegar del todo a aquel extremo. En la parte más
oriental de la plaza, hacia el borde de la glorieta ajardinada donde está la
cruz de forja, se alineaban la torre y una cupulita que cubría el ábside y el
presbiterio, según muestra el plano de la ciudad mandado hacer por Pablo de
Olavide en 1771. En este mismo documento cartográfico, se comprueba que el
templo estaba rodeado por un carril con salidas hacia la calle Mezquita y plaza
de Alfaro, respectivamente. Pero además, desvela que por el lateral de la
iglesia discurría una callecita estrecha que comunicaba la calle de Santa
Teresa con la plaza de Alfaro. La misma que los padrones llaman de la Puerta
pequeña o Puerta chica, en razón del portoncillo que se abría hacia ella desde
la iglesia.
Con el objeto de esclarecer qué calle
fue aquella de la Puerta chica en la que habitó Murillo, hemos cotejado
minuciosamente numerosos libros padrones del archivo parroquial de Santa Cruz.
La consulta sistemática de estos censos, de manera secuenciada, nos permite
reconstruir la evolución del nomenclátor de la calle y su parcelación
inmobiliaria. En los siglos XVII y XVIII mantuvo prácticamente el mismo nombre.
De Puerta pequeña, pasó a referenciarse como Puerta chica.
Es en el año 1800 cuando aparece
asentado un nuevo nombre para la vía: calle de Santa Cruz. Curiosamente el
mismo que posee, signado ya, en un padrón militar del Archivo municipal,
fechado en 1714. Desde las últimas décadas del siglo XVII, eran tres casas las
que integraban la referida calle de la Puerta chica. La primera de ellas estaba
dentro de la propia iglesia y las demás en el corto tramo de la calleja. Los
padrones de inicios del siglo XIX, cuando la iglesia ocupaba aún gran parte de
la plaza y no había sido demolida, registran todavía anotados los mismos tres
inmuebles que enuncia el padrón de 1682, cuando falleció Murillo, con la particularidad
de que los sitúa, lógicamente, en la calle de Santa Cruz, pero separándolos
claramente de los descritos en la «Plazuela de Alfaro» y «Callejón de Alfaro». Se
comprueba así que el artista, antes de fallecer, no ocupó ningún inmueble de la
calle de Santa Teresa ni de la plaza de los Alfaros.
Murillo vivió dentro del mismo inmueble
que ocuparían años después otros sacerdotes emblemáticos de Santa Cruz.
Francisco de Paula Baquero, Cartaya del Barco y hasta el propio Félix José
Reinoso, se domiciliaron en esta misma casa que pertenecía a la propiedad del
cabildo catedralicio, tal como testimonian diversos documentos del Archivo de
la catedral y el propio Padrón de fincas
urbanas de 1795, localizado en el Archivo Histórico Nacional de Madrid.
Este documento urbanístico nos ha servido de igual modo para acreditar que la
casa ocupada por Murillo, en 1682, tuvo que hallarse enclavada en la manzana de
casas del tablado flamenco de Los Gallos, formada entre las plazas de Santa
Cruz y Alfaro. Su casa estaba muy cerca de la que muestra ahora, en su fachada,
las letras de bronce puestas por la Academia de Bellas Artes el año 1858, en
recuerdo de su enterramiento en la iglesia destruida de Santa Cruz.
Registro del padrón del inmueble núm. 3 de la calle Puerta pequeña
Al final,
pasará como en Madrid. La Administración reunió a tropecientos arqueólogos para
que sondeasen el paradero de los huesos de Cervantes en la iglesia del convento
de las Trinitarias Descalzas, mientras que la búsqueda de la exhumación en
legajos se la encomendó solo a un historiador. Pero con una limitación.
Que lo
hiciera en dos días. Antes de que el Ayuntamiento sevillano hubiese designado
el edificio de la calle de Santa Teresa como centro oficial para acoger los
actos del IV centenario del nacimiento de Murillo (1617-2017) –van y eligen donde
dicen que falleció–; lo lógico es que, con anterioridad, hubiese promovido un
trabajo serio de investigación documental que ratificase, o descartase, si
ciertamente el genio llegó a vivir tantos años en este palacio de la Junta de
Andalucía. Este tratamiento no lo merece uno de los máximos exponentes de la
pintura barroca del Siglo de Oro español, que tuvo la habilidad de colmar, a un
mismo tiempo, las apetencias de las élites y el pueblo llano, al que conquistó profundamente,
quien por excelencia y aclamación popular es el Pintor de Sevilla.
(*) JULIO MAYO. HISTORIADOR