PRIMERAS FERIAS A MEDIADOS DEL SIGLO XIX
Cómo
Sevilla fue gestando la más universal de sus celebraciones festivas
ABC de Sevilla,
5 de mayo de 2017
JULIO MAYO
En el año 1847, el ayuntamiento de Sevilla consiguió de
la reina Isabel II la precisa autorización administrativa para poder celebrar,
todos los años, una feria de ganados los días 18, 19 y 20 de abril. El
expediente de solicitud remitido a Madrid, cuya copia hemos podido consultar en
el Archivo municipal, basa la petición en necesidades de estimulación económica
y reactivación del sector agropecuario, aunque llama especialmente la atención sobre
la fijación de una fecha muy determinada: en el ecuador del mes de abril.
El
momento del año más idóneo, en el que había un mayor número de visitantes
nacionales y extranjeros, atraídos por los célebres desfiles procesionales de
Semana Santa y la bondad climática de estas latitudes. Se trataba de aprovechar
la estancia de individuos foráneos con cierto poder adquisitivo, que luego
propagarían también las excelencias de nuestra tierra fuera de aquí. Este era
uno de los principales propósitos de la comisión de festejos, que
dirigían los concejales don José María Ibarra y Narciso Bonaplata, adinerados
integrantes de la burguesía local que fueron los grandes artífices de su
establecimiento.
Pero este
evento ganadero y mercantil nació con un marcado carácter civil y una clara
vocación lúdica, completamente desligado de la tradición religiosa. Para ello, el
ayuntamiento estimuló a los feriantes habituales de ferias ya existentes, como
la de Mairena del Alcor o Carmona, e incluso a los de otras de la región, a que
participasen en esta de nueva creación, mediante la publicación de una especie
de normas de buen gobierno, editadas por el alcalde de entonces, don Alejandro
Aguado Ramos de Lara, conde de Montelirios. El articulado municipal legisló la
primera distribución espacial de los puestos, en función de la tipología y
géneros que expendiesen.
Figura 01.- Puerta de San Fernando. ARCHIVO MUNICIPAL
El curioso
recibo manuscrito que ilustra este artículo, conservado en el Archivo
municipal, detalla los gastos que ocasionó entoldar aquel año inicial la actual
calle de San Fernando, entonces conocida como «Nueva de
la fábrica (tabacalera)», en cuya acera derecha habrían de situarse los vendedores de
ropas, quincallas y mercería, para la mayor comodidad de los concurrentes y
feriantes. El principal regidor, mandó que se cubriese de toldos la
explanada exterior de la Puerta de San Fernando, que sirvió como portada hasta
que fue derribada en 1868. Este mismo documento contable recoge los gastos del
toldo deslizado delante de una dependencia de la fábrica de tabacos, junto a la
esquina del prado, donde se ubicó el juzgado encargado de solventar los
desencuentros comerciales, así como el de la vela prendida en las murallas del
Alcázar, en un sector de la huerta del Retiro que son ahora terrenos de los
jardines de Murillo, cuyo espacio se destinó a puestos de juguetes de hojalata,
guitarras, palillos y abanicos.
Figura 02.- Recibo de toldos de la primera Feria. ARCHIVO MUNICIPAL
Recinto ferial
Desde el centro urbano, se llegaba a través de la calle
San Fernando al prado San Sebastián, extenso territorio de propiedad municipal
señalado por el consistorio como real de la feria. Entiéndase por real el
perímetro acotado, de carácter público, destinado a acoger toda la
infraestructura logística del festejo, sobre cuya tierra posee derecho el
Estado a percibir diversos tributos fiscales. De todos modos, en el caso que
nos ocupa los munícipes sevillanos consiguieron obtener la práctica exención de
la mayor parte de los impuestos reales, gracias al apoyo de la institución
monárquica.
Todo aquel
gran predio quedaba ocupado por el ganado, en su más amplia variedad: cerdos,
ovejas, carneros, bueyes, vacas, toros y caballos. Según indican los
documentos, fue necesario construir un gran pilón de agua frente a la Puerta de
San Fernando y se amplió otro que había en la
calle Ancha, del barrio de San Bernardo. Hasta allí llegaban los límites del
espacio dedicado al ganado. Los ganaderos se resguardaban mayormente en
sombrajos que levantaban para la ocasión en medio de la explanada. Abundaban
las estampas de los vaqueros, montados a caballo, con garrocha en mano para
acosar vacas y toros, hasta reunirlos ante los compradores que los demandaban. El
ambiente rural y campesino de los cortijos que invadía la ciudad los días de la
feria, logró imponer unas formas festivas que impactaron enormemente entre el
pueblo y llegaron a cosechar un éxito popular sin precedentes.
Los
puestos de avellanas, frutas, turrones, alfajores y productos de este mismo género
se pusieron primitivamente a continuación de la Huerta del Retiro, cerca de los
muros antiguos que hoy delimitan los Jardines de Murillo, y hasta la Puerta de
la Carne. A la vuelta de pocos años, el número de puestos se había multiplicado
de modo desorbitado con la particularidad de que la mayoría estaban dedicados a
la venta de comida y vino. Un detallado listado del año 1860, contabilizaba ya
un montante de 237 puestos feriales entre tiendas, mesillas y chozas
disponibles para la venta.
El Ayuntamiento trató de uniformar los tenderetes destinados a albergar a los
gitanos y gitanas que vendían buñuelos, así como a quienes servían comidas y
despachaban vino y aguardiente. Todo este grupo de expendedores debía alinearse
desde el puente del antiguo arroyo del Tagarete hacia la Enramadilla, que era
donde terminaba el campo de la feria.
Casetas pioneras
Desde el año fundacional, se
instalaron las de la Diputación provincial y el Ayuntamiento, para
cuya decoración interior se repararon los marcos dorados de varios cuadros, más
el de una Purísima. Ambos entes públicos compartían ciertas responsabilidades
organizativas en la fiesta. Si bien el cuerpo municipal era el auténtico
anfitrión, el provincial medió ante el gobierno español. Sin los informes favorables
de la Diputación, no se hubiese obtenido el real privilegio. Las dos
instituciones ubicaron sus respectivas casetas en la esquina del edificio de
la fábrica de tabacos con el prado de San Sebastián, valiéndose de unos amplios
bastidores y tejidos, a modo de tiendas de campaña. Junto a ellas, se puso una
especie de carpa que acogió un café, en el que podían tomarse también refrescos
y licores, fabricada con telones y lienzos pintados del teatro Principal, según
relata el cronista don Félix González de León en su dietario de 1847.
En 1853, pusieron
la suya propia los duques de Montpensier en todo el medio del real. Adoptaron
la costumbre de celebrar rifas benéficas de un buen número de alhajas, donadas
por familias distinguidas y la propia infanta doña Luisa Fernanda. Las
recaudaciones se destinaban al asilo de mendicidad de San Fernando, el mismo
centro asistencial al que la secretaría municipal entregaba todo el dinero que percibía
por cada tienda de campaña del real. Adquirieron tanto protagonismo las rifas que,
con el tiempo, se formó hasta una calle dedicada casi exclusivamente al negocio
de los sorteos.
Figura 3.- Casetas y tenderetes de la Feria en 1860 en una anotación manuscrita- ARCHIVO MUNICIPAL
Por
pinturas románticas, grabados, añejas fotografías y distintas descripciones
literarias sabemos que el antecedente de las casetas de feria, cuyo actual
diseño le debe tanto al pintor Gustavo Bacarisas, se fundamenta en unas tiendas
formadas con lienzos de tejidos semejantes a la que montaba la hermandad del
Rocío de Triana en la aldea almonteña, a inicios del siglo XIX, los días de la
romería. Las primitivas estaban confeccionadas a base de telas vistosas,
rematadas de pabellones blancos y adornadas con cintas, ramos, banderas y
gallardetes de variados colores. Podemos decir que la impronta estética de las
de hoy, han recibido una gran herencia de aquellos recintos efímeros, entoldados,
cubiertos a dos aguas, en los que el ritual festivo popular ha terminado
venciendo, con el tiempo, a la escenificación social de la élite aristocrática
y burguesa.
El ayuntamiento
tuvo que efectuar unas importantes obras de mejoras en el recinto ferial, a
finales de 1857, sólo diez años después de la fundación. El expediente
administrativo recoge el carácter urgente que requería la remodelación de la
caseta municipal. Convenía otorgarle una mayor amplitud, con el fin de poder
atender bien a las personalidades de la realeza, y que estas pudiesen ser
recibidas «con el decoro correspondiente a su alta dignidad». En aquel
proyecto de remodelaciones, se consideró oportuno confeccionar otra tienda de
campaña, nueva, para el juzgado que pasó a situarse en el real después de haber
permanecido varios años dentro de la tabacalera.
La lista
más antigua de los señores con tiendas, data de 1863. En ella figura la del Real
Círculo de Labradores, citándose ya, entre las preferenciales, la del Casino
del Duque, el Mercantil y la de un tal Míster Price, que poseía una «barraca
de elefantes». Dentro de estas lujosas
tiendas se servían, al mediodía, unos almuerzos espléndidos, de gustos
demasiado refinados, y por la noche se organizaban
bailes de alta sociedad, a los que acudían los socios con sus invitados,
ataviados de rigurosa etiqueta, frac negro y corbata blanca, acompañados de
damas acicaladas con trajes de colas largas, hombros desnudos, tules, blondas y
pedrerías.
Figura 4.- "Lista de los Señores que tuvieron tiendas en el Real de la Feria (...)", anotación manuscrita- ARCHIVO MUNICIPAL
Por la tarde,
cuando la actividad agropecuaria quedaba desplazada por la diversión que se
ofrecía en los tenderetes, el pueblo asistía atónito a las vueltas marciales
que daban los estirados aristócratas, y simuladores de estos, al son de las
piezas de ópera que tocaba la banda de música, desde el entarimado que estaba
delante de la caseta municipal. Era el momento de los que querían presumir de
elegancia y buen tono.
El exquisito
repertorio contrastaba con los cantes y bailes populares que la gente llana se
marcaba en cualquier otra parte, fuera de tan suntuosas tiendas. La multitud no entendía por qué los señoritos no
tomaban vino ni cantaban a la vista del público. La motivación inicial de la
élite, que acudía a la feria para reconocerse y aparentar, era la de guardar
mucho las apariencias y no evidenciar demasiado las licencias lógicas de estas
jornadas festivas. Estas pintorescas observaciones las recogió el escritor
sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, en un artículo hermosísimo que publicó en El Museo Universal, el 25 de abril de
1869.
Carácter anticlerical
No es que en el pensamiento de los concejales liberales
del momento radicase la idea de forjar una fiesta contra la iglesia. Pero sí
sin ella. Dentro de aquel contexto político de mediados del siglo XIX, la formalización
de la feria hispalense se revela como una clara manifestación anticlerical. No
se explica de otro modo que el segundo año, en 1848, las autoridades civiles mantuviesen
como días feriales el Lunes, Martes y Miércoles Santo e interpusieran una
celebración folclórica al recogimiento que exigían los preceptos litúrgicos de Semana
Santa.
La Iglesia de Sevilla se vio relegada así, por vez
primera, de la organización de un evento festivo de la ciudad. Pero el malestar
de los canónigos llegaba mucho más allá. Estaban enfurecidos con las medidas
anticlericales del gobierno liberal de la reina Isabel II, que promovía ya
procesos desamortizadores contra las propiedades eclesiásticas, después de
haber consumado la exclaustración de un buen número de órdenes religiosas. La
corporación municipal mostraba en los plenos, de años como el de 1855, leal
cooperación y adhesión absoluta en defensa del trono constitucional de doña
Isabel II y sus instituciones liberales. Hasta pasados ya bastantes años, no
sería alterada la fecha de celebración inicialmente designada.
Los Duques de Montpensier, que en la sombra
fueron grandes rivales de Isabel II con la intención de destronarla y poder llegar
al poder, le dispensaron a la feria un importante apoyo institucional,
otorgando premios, montando caseta propia, y conviviendo con todo el mundo. Aunque
fueron grandes mecenas de la catedral e Iglesia hispalense, no dudaron en
recorrer andando toda la feria, comer buñuelos y probar las frutas. Este fue el
modo que eligieron para verificar su promoción social entre la alta sociedad
local y los más humildes también.
Llegaron a
mezclarse tanto con el gentío que, hasta el cronista González de León llegó a
tildar tales prácticas de vulgares y poco usuales. Pretendían mostrar que la
modalidad de gobierno monárquico sugerida por ellos resultaba mucho más
conveniente que la desplegada por la reina, desde la capital española. Hemos
documentado que los duques de Montpensier pisaron el real la primera vez en
1849, una vez que decidieron alojarse en Sevilla. Aquí instalaron su propia
corte en el palacio de San Telmo, cuyos jardines abrieron al público, en la
feria de 1854, para satisfacer la curiosidad del público y la de todos los forasteros
y extranjeros que ya acudían a la feria.
Consecuciones culturales
En aquel siglo XIX tan calamitoso, pobre y plagado de desgracias,
Sevilla logró forjar en pleno Romanticismo una cultura y un folclore único en
el mundo gracias a su feria. Terminó por conseguir la integración de ciertos
rituales festivos propios del pueblo gitano, hizo convivir a las populares
cigarreras con muchas corraleras, de las casas de vecinos, de los barrios más
castizos de la ciudad, como los la Macarena y Triana, y definió como uniforme
oficial de la fiesta atuendos propios del medio rural. Todos estos frutos del
evento sevillano, no lo logaron nunca ferias tan destacadas en aquella centuria
decimonónica como las Madrid, Barcelona, Bilbao, y ni tan siquiera las de
Londres o París. Una prueba indiscutible de la enorme proyección internacional
que ha alcanzado la nuestra, es el hecho de que el traje de flamenca, por
ejemplo, se haya hecho famoso en todo el planeta, y que esté considerado en
todos los países como el traje típico de la mujer española.
JULIO MAYO, HISTORIADOR
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